Compañero Mario, había escuchado y leído mucho sobre vos.
Creo no haberte visto, o tal vez sí, en aquellas noches de los setenta en que mi vieja me llevaba a la efervescente Facultad de Derecho en la que ella estudiaba. Recuerdo ese ambiente intenso, repleto de carteles de tela y pintadas de aerosol por doquier. Humo de cigarrillo, agitación, rebelión.
Era un niño, pero esas noches jamás se borraron. Mi madre no se recibió. Tampoco mi padre, que lo había intentado.
Había escuchado y leído mucho sobre vos, cuando en 1981 volví a la misma facultad a terminar con la mala racha familiar.
Pero no era la misma. Estaba muerta. Ni un papel en el piso, ni un cartel, sórdido el silencio en sus pasillos, profunda quietud en las inmensas bibliotecas.
Allí los recuerdos infantiles se mezclaron con los relatos sobrevivientes.
El “compañero Mario” emergía como un mítico personaje: el decano rebelde, odiado por la gorilada jurídica, inquisidor, tenaz, preclaro. El “hacedor” de la ansiada purga académica.
Te imaginé junto a Rodolfo Ortega Peña y a Eduardo Luis Duhalde revolviendo el estómago y las rancias mentes de “encumbrados juristas”.
Poco duró esa hermosa primavera. Rodolfo fue asesinado, Eduardo se refugió en España, vos te fuiste a México.
Pasaron muchos años. Me recibí. Vos volviste del exilio.
Te conocí en un encuentro militante en la calle Corrientes. Por primera vez vi tus ojos pícaros habitando un rostro tímido, casi vergonzoso. Disfruté de tus palabras como si las hubiera escuchado en 1973.
Volvieron a pasar años y esta vez los caminos de la vida hicieron que me honraras con ser tu mano izquierda en la Defensoría General de la Ciudad de Buenos Aires.
Fue una experiencia que recuerdo con cariño y emoción, porque no se olvida trabajar con un compañero llano, respetuoso, cabal e íntegro como vos.
Fuiste en ese entonces, una vez más, el compañero Mario.
Pese a que el cuerpo empezaba a dar fastidios, allí estabas todos los días al pie del cañón. Sonriente, cascarrabias y profundamente peronista.
Hoy, casi como una mueca del destino, estando en México me avisan que te fuiste.
Sé que te pusiste la gorrita de felpa, agarraste fuerte el bastón y saludaste con la V de la victoria en alto en tu otra mano, sonriendo con la tranquilidad de los que han recorrido bien el camino.
Desde México, tu tierra de exilio, que ofrenda tan especialmente a sus muertos, te abrazo y venero querido compañero Mario Kestelboim.
* Roberto Gallardo es juez en lo Contencioso, Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires.