A cuatro décadas del inicio del período más extenso de gobiernos democráticos en Argentina, un recorrido por el momento histórico en el que el dirigente radical se calzó la banda presidencial y dejaba atrás la dictadura más sangrienta de la historia del país.
Pasadas las siete y media de la mañana del sábado 10 de diciembre de 1983, un auto salió del Hotel Panamericano. En su interior iba Raúl Alfonsín. El Regimiento de Granaderos a caballo lo escoltó a lo largo de las avenidas Corrientes y Callao hasta llegar al Congreso Nacional, donde a las 8 lo recibió la Asamblea Legislativa. El presidente provisional del Senado, Edison Otero, le tomó juramento: Alfonsín se convirtió, a los 56 años, en presidente constitucional de la Nación. Minutos más tarde juró el vicepresidente, Víctor Martínez. Atrás quedaba la peor dictadura de la historia argentina y comenzaba un período de vida democrática, con alternancia de partidos en el gobierno, sin precedentes en el país.
El 30 de octubre, Alfonsín había vencido al peronista Ítalo Luder con el 52 por ciento de los votos, en lo que significó la primera derrota del justicialismo en una elección limpia. El 7 de noviembre se acordó que el traspaso del mando sería el 10 de diciembre. El 7 de diciembre se constituyeron las Cámaras del Congreso y fue proclamada la fórmula ganadora. Signo de los tiempos: el locutor que abrió la transmión no dijo que las elecciones habían terminado con la dictadura, sino con «un extenso período de receso democrático».
Discurso en el Congreso
Alfonsín habló así, en su primer mensaje como presidente: «Hay muchos problemas que no podrán solucionarse de inmediato, pero hoy ha terminado la inmoralidad pública. Vamos a hacer un gobierno decente. Ayer pudo existir un país desesperanzado, lúgubre y descreído: hoy convocamos a los argentinos, no solamente en nombre de la legitimidad de origen del gobierno democrático, sino también del sentimiento ético que sostiene a esa legitimidad».
Más adelante precisó que «el estado en que las autoridades constitucionales reciben el país es deplorable y, en algunos aspectos, catastrófico». Explicó que la demoracia se encontraba «con la economía desarticulada y deformada, con vastos sectores de la población acosados por las más duras manifestaciones del empobrecimiento, con situaciones sociales que reflejan crudamente el impacto de la miseria, con un endeudamiento de insólito volumen y de origen muchas veces inexplicable, que compromete gran parte de los recursos nacionales para un largo futuro, con una inflación desbordada cuyos efectos son una verdadera afrenta para los hombres que producen y trabajan».
En otro pasaje, vaticinó: «Vamos a vivir en libertad. De eso, no quepa duda. Como tampoco debe caber duda de que esa libertad va a servir para construir, para crear, para producir, para trabajar, para reclamar justicia -toda la justicia, la de las leyes comunes y la de las leyes sociales -, para sostener ideas, para organizarse en defensa de los intereses y los derechos legítimos del pueblo todo y de cada sector en particular», y planteó, como en la campaña, que «la democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura».
La ceremonia contó con la presencia de Arturo Frondizi y María Estela Martínez de Perón, los dos presidentes constitucionales vivos, y terminó con todos los presentes cantando el Himno Nacional Argentino.
Rumbo a la Rosada
Alfonsín se subió al Cadillac presidencial, acompañado por su esposa, María Lorenza Barreneche. Escoltado por los granaderos, y en medio del fervor popular, el primer presidente de la nueva era democrática recorrió la Avenida de Mayo. Llegó a la Casa de Gobierno, donde lo recibió el dictador saliente, Reynaldo Bignone.
Minutos antes de las 11, el Proceso de Reorganización Nacional terminó de manera formal después de los siete años, ocho meses y dieciséis días más dramáticos de la historia argentina, con 30 mil desaparecidos, la derrota militar en las Malvinas y la economía destruida, con 45 mil millones de deuda externa y el aparato industrial colapsado.
El final de la dictadura llegó con la imagen de Alfonsín recibiendo los atributos de mando, la banda y el bastón. En el Salón Blanco había visitantes llegados especialmente para la ocasión: el presidente del gobierno español, Felipe González: el primer ministro de Francia, Pierre Mauroy; el premier italiano Bettino Craxi; el vicepresidente estadounidense George Bush; el presidente de Perú, Fernando Belaúnde Terry (aplaudido por su solidaridad durante la guerra de Malvinas); más el líder nicaragüense Daniel Ortega.
También había dos delegaciones de Chile: la oficial, enviada por el dictador Augusto Pinochet; y la de sus opositores políticos, invitados por Alfonsín. Estos últimos fueron sentados en las primeras filas, junto con los dignatarios extranjeros. El enviado de Pinochet fue ubicado al fondo.
Tras la entrega de la banda y el bastón, Alfonsín le tomó juramento a sus ministros: Antonio Tróccoli (Interior), Dante Caputo (Relaciones Exteriores), Raúl Borrás (Defensa), Bernardo Grinspun (Economía), Roque Carranza (Obras y Servicios Públicos), Carlos Alconada Aramburú (Educación y Justicia), Aldo Neri (Salud) y Antonio Mucci (Trabajo). También juró Germán López como secretario general de la Presidencia.